martes, 21 de noviembre de 2017

“Me intentó besar hace 30 años”: Ha muerto la presunción de inocencia

“Me intentó besar hace 30 años”: Ha muerto la presunción de inocencia



Es muy preocupante que en estas semanas se haya dado una avalancha de acusaciones de abusos sexuales de muy remotas fechas contra hombres famosos o importantes. Pero no me preocuparía si esto se hubiera hecho por los cauces legales; si se hubieran presentado denuncias contra ellos en los juzgados. No, se ha hecho en las medios de comunicación y sobre todo en las redes sociales. Así que ha muerto la presunción de inocencia, ¿verdad? Cualquiera puede lanzar una acusación tan increíble como “fulanito me intentó besar hace 30 años” y listo, todo el mundo se lanza contra el fulanito en cuestión, sin mediar PRUEBA ALGUNA.      
      ¿Por qué no lo denunciaron en su momento, si es que sucedió?  Dirán que por miedo o porque no les convenía. Así que 30 años después lanzan una acusación que muy bien puede ser una difamación, y como toda difamación, exalta la sed de venganza cobarde en las redes sociales y alimenta el amarillismo de los medios de comunicación.  

    Están jugando con algo tan serio como el acoso sexual. Dentro de muy pocas semanas las acusaciones que se van apilando en el basurero de las redes sociales dejarán de levantar indignación, pues el abuso, el exceso, hace que se pierda el efecto, satura, empalaga. Para cuando realmente algún hombre o mujer acuse de verdad, con pruebas y en los juzgados, la indignación de la sociedad se habrá casi agotado

   ¿Cómo es posible que personas medianamente inteligentes sigan el juego de cualquiera que lanza una acusación sin pruebas y tan extemporánea como de 30 años de antigüedad? No, yo soy una defensora encarnizada de la presunción de inocencia, punto.

   Ahora, cuando alguien abuse, pero hablo de que abuse, no que nos mire con deseo, o que trate de ligarnos, eso no es abuso, eso es un comportamiento normal, dejémonos de estupideces, que presente una denuncia o que arme un escándalo en el momento mismo en el que sucede o que renuncie a su trabajo al tiempo de presentar la denuncia. Pero bulos en las redes no se pueden permitir;  nunca se sabe si nosotros seremos los siguientes difamados, cuidado.

jueves, 19 de octubre de 2017

Cataluña: 38% NO es la MAYORÍA

   ¿Cuántos catalanes no quieren que Cataluña se separe de España? No lo sabe usted ni lo sabe nadie.
  ¿Cuántos catalanes, quieren un estado catalán independiente? 
    Si no cuestionamos la transparencia del referéndum de octubre del 2017, que el gobierno de Cataluña proseparatista, unilateralmente, promovió, organizó y realizó el escrutinio, sin contar con ningún miembro ni organización no separatista: 2.044.038 de un censo de 5.313.564 votantes, o sea el 38.4% (1)
   ¿Es legítimo, justo o democrático que se decrete una separación con sólo el 38% de sus habitantes a favor de ella?
   ¿Cómo se calificaría a unos gobernantes que declaran una separación que NO está apoyada (según sus propios datos) por la MAYORÍA de sus habitantes?

    DATO COMPLEMENTARIO:
   
   Consulta del 2014 en Cataluña: el 30% del censo dio apoyo a la separación.
   CENSO: 6.180.000, incluidos mayores de 16 años. Participación: 2.305.290, 37,2 % del censo
  VOTOS por el SÍ a la creación de un estado independiente:1.861.753 millones: 30% del censo.
  Consulta organizada del mismo modo que el referéndum del 2017, sin participantes no separatistas. No hubo represión alguna por parte del Estado español

ARTÍCULO MUY ATINADO:
https://elpais.com/elpais/2017/10/21/opinion/1508583802_160310.html

martes, 8 de agosto de 2017

Rius querido, qué día más triste

      
Rius querido 

8 de agosto del 2017, qué día más triste. Hasta muy pronto, Eduardo querido

 Mi participación en el libro: 80 aniversaRius, QUEREMOS TANTO A EDUARDO DEL RÍO, Editorial Grijalbo, oct, 2014:
El artista que domina el humor y la sátira te hace bajar las defensas y cuando más entregado y plácido estás, te asesta un jeringazo y te inocula la idea con la cual te quedarás para siempre, pues entró al cerebro sin resistencia, ni necesitó de deducciones o sesudas elucubraciones. Hay pocos genios con este talento: Chaplin en el cine, Molière en la dramaturgia, y en los monos, Eduardo del Río, Rius, quien para entregarnos ideas universales y crónicas y picaresca nacionales, tuvo que burlar con habilidad de mago y extraordinaria valentía la censura mexicana en los años más duros de la dictadura priísta. Rius no claudicó ni después de haber estado a punto de morir a mano de los sicarios del infame presidente Díaz Ordaz que lo mandó secuestrar en 1969 para silenciarlo... No, Rius ni así se calló.
La sociedad y la política mexicana, controlada por una tiranía de partido, poseía características muy particulares. Ante el mundo, México aparentaba ser una democracia (hasta de tintes “progresistas” en algunos momentos, como en época de Echeverría), pero al interior existía un férreo control político, ideológico y moral. Los medios de comunicación eran voceros absolutos del Estado y cualquier manifestación pública contraria a sus intereses era perseguida sin tregua. Rius, con su sabiduría, picardía y valor nos ha entregado a los mexicanos, por un lado, las ideas proscritas por el régimen, y por otro, ha hecho de sus personajes nuestros voceros, con los que retrata nuestras penurias, nuestra sagacidad para enfrentar los problemas y nuestras formas ladinas de darles la vuelta.
Rius es mucho más que un monero agudo; es uno de los pocos artistas que nos mostró el mundo que existe fuera de nuestras cerradas fronteras, de nuestra hermética sociedad, y nos señaló con humor, con todas las argucias de su arte de monero, lo más crudo de nuestra idiosincrasia. Rius nos zarandeó con sus monos e hizo que nos reconociéramos en el lamento del que Paz decía: “Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado”. Rius ahogó ese grito. Al mostrarlo descarnadamente no nos quedó más remedio que reírnos de él, rompiendo así su maldición fatídica.
A pesar de nuestras maneras subrepticias e irónicas, en el fondo los mexicanos reconocemos el poder como una entidad superior, y al PRI, durante muchas décadas y quizá aún hoy, como su “representante en la tierra”. Pero Eduardo del Río, desembarazándose de ese respeto mexicano al poder, ha sido un irreverente con él; ni en broma se lo toma en serio. Y ha sido y es implacable con las acciones del poder; en broma se las toma muy en serio. Reírnos de ese poder gracias a Rius ha tenido no sólo un efecto catártico para nosotros, sino subversivo; efecto que crece al calor del desparpajo y la sabiduría de sus monos.
Los mexicanos nos burlamos de la tragedia para evadir la acción y para encontrar un poco de falsa justicia universal. “El poderoso es un chingón y el infeliz, un pendejo”; con esa simple clasificación encontramos el balance moral para no alterar el orden y resignarnos a nuestro destino, como individuos y como nación. El pobre se merece su suerte por pendejo; el chingón, por chingón. Pero a diferencia de otros moneros que sólo se regodean en nuestra resignación ataviándola de picardía, Rius pone el dedo en la llaga y no nos da tregua. El ácido y doloroso humor nacional no lo usa para demostrar que puede hacer mejores albures o construir ironía más punzantes, sino para sacudirnos, para mostrarnos que no somos hijos de la fatalidad de la que hacemos mofa, como de la mala suerte y la muerte, sino que, de vuelta a la referencia de Paz, “Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad”, y Rius nos abrió y nos sigue abriendo.
La irreverencia de Rius no está compuesta de agresión y grosería, sino que es el rompimiento contundente de la Forma, con F mayúscula como la escribe Paz.
La Forma y la formalidad del mexicano pelea contra nuestro connatural sarcasmo, pero casi siempre triunfa la Forma, y aquí Rius también nos da unas cuantas cachetadas. Como ejemplo, recojo un chusco botón que está dentro de la deliciosa caja de costura que es su Diccionario de la estupidez humana: “EXCUSADO: No se ha podido saber todavía, pese a los enormes adelantos científicos, porqué se llama así a las tazas donde va la caca. Lo mismo va para la otra designación que se le da por acá a los urinarios: ¡INODOROS!”
La Forma, en México, no se limita a las maneras en la cotidianidad, sino que tiene sus estandartes bien afianzados en nuestro consciente e inconsciente colectivo. En México muchos pueden hablar mal de tal o cual gobierno, pero nadie se atreve a tocar a los héroes de la patria y mucho menos a la Intocable, y no por virginal sino por emblemática, virgen de Guadalupe. Pero Rius tiene los huevos de decirnos que la virgen de Guadalupe es un invento de los españoles y que no hubo ni Independencia ni Revolución, porque no somos independientes ni se subvirtió el orden establecido, y que Zapata, Villa y los hermanos Flores Magón son los perdedores de la Revolución y no los héroes de los libros de texto.
El valor de Rius no se limita a tirarle dardos al poder, sino a declararse ateo en un país fuertemente católico y a poner en su lugar a la iglesia, tanto en sus perversos y criminales mecanismos de control y manipulación, como al señalar la ausencia de rigor histórico en la Biblia. Así, Rius nos deja en cueros, sin virgencita y sin héroes, y con ello nos libera de las rémoras que nos anclan, que nos inmovilizan, en consonancia con lo que Vasconcelos decía en 1907: “…no sentimos cómo siente nuestro grupo sino cómo nos inspira nuestro sentimiento superior y nuestra cabeza libre porque somos, antes que patriotas, antes que ciudadanos, antes que hijos de tal o cual Estado, seres independientes sólo ligados con el fin humano y no con el fin local”.
A diferencia de muchos intelectuales que se llenan la boca con la adulación a las culturas indígenas, Rius, hombre de una inmensa cultura, pone sus conocimientos en boca de un personaje que sólo él podía atreverse a convertir en el protagonista de sus historietas: un indio sabio, enigmático, astuto e inescrutable, Calzonzin, que envuelto siempre en ¡una manta eléctrica! (cuidado con la ironía del atuendo) pone la estatura moral y los conocimientos de México y del mundo en el emblemático enclave de Los Supermachos, San Garabato. Y para que quede claro su concepto de los intelectuales y su carácter autodidacta, recordemos el número uno de Los Agachados en donde Calzolzin le responde a Catarino Vizancio, quien mató a su mujer: “Nomas no me diga licenciado, yo no me llevo tan pesado”.
San Garabato es un pueblo mexicano que si no sabemos dónde está es porque los políticos han prohibido ponerlo en la cartografía mexicana, pero como cada pueblo en México es un San Garabato, no han podido desaparecerlo. Rius nos ofrece ahí un digno representante de cada clase social, de cada esfera de poder y de todas sus variantes y matices.
Rius es el historiador y cronista popular mexicano por excelencia, pero no se conforma con recordarnos la historia oficial, sino que habla de lo que nadie se atreve, de la verdadera historia y de los sucesos contemporáneos tal cual están sucediendo. Por ejemplo, en 1968 contó con una valentía absoluta y sin atisbo de autocensura lo que se estaba gestando (por ello fue secuestrado) y en 1972 describió sin ambages ni eufemismos cómo se organizó y perpetró la matanza del 2 de octubre y de 1971. No esperó a que dejara de haber peligro para contarlo, como casi todos los demás, y lo que contó destripó las entrañas del crimen de Estado.
“¿Espera usted que el gobierno se castigue a sí mismo?”. Para entender por qué los mexicanos aceptamos la impunidad como algo congénito en nuestra sociedad, Rius nos lleva a un recorrido, en el número 98 de Los Agachados por los asesinatos políticos desde 1919 hasta 1972, todos ellos en la impunidad. En este memorable número, Rius dibuja a un político mexicano que le dice a otro: “Si me denuncias, te denuncio”, frase que describe con absoluta precisión el mecanismo de los políticos para perpetuar la impunidad.
Cuando tuve el honor de entrevistar a Rius en el canal 22, conocía y había disfrutado con su obra, claro, pero únicamente lo había visto una vez en una subasta para las comunidades zapatistas donde me firmó una lámina que él donó, la cual conservo como un tesoro. Por lo tanto, sólo podía intuir el temperamento de esa leyenda viviente y fue una inmensa alegría ver entrar al estudio de televisión a ese hombre de sonrisa picante, que contrasta con sus dulcísimos y melancólicos ojos azules. La entrevista de sólo una hora, debía haber durado cien, pues se quedaron un sinfín de inquietudes en el tintero. Sus respuestas francas y punzantes, con ese lenguaje tan suyo, tan lleno de retruécanos y chanzas, nos llevó de manera deliciosa por las épocas del “México de los recuerdos”, buenos y malos, festivos y trágicos, así como por las ideas universales y la memoria de los amigos y los enemigos.
Rius es además un hombre profundamente generoso y desprendido. Lo digo porque me consta. Estoy en deuda por siempre con él, pues tuve el atrevimiento de pedirle un dibujo para un proyecto personal y me respondió enseguida: “Anushka dear, espero te sirva este monigote. Besos (castos) y abrazos, Dr. Rius Frius”, así, sin más ceremonia, y claro que me sirvió; gracias a su monigote mi proyecto se engrandeció enormemente. No exagero cuando digo que lloré conmovida por su generosidad.
La figura de Rius no se mancha con el paso del tiempo porque está construida sobre algo indestructible: su congruencia. Rius no vive ni va con el disfraz de intelectual ni de artista exquisito ni consagrado, ni de revolucionario; y aunque es todo eso y más, rompe con los estereotipos gracias a su profunda sabiduría, su ideas exentas de lugares comunes (de los cuales está teñida la Forma), su amabilidad sin cursilería, su picardía y sobre todo, su legado a la sociedad mexicana y al mundo. A Rius lo rodea una aureola de auténtica naturalidad, propia de quien sabe perfectamente lo que es y lo que ha logrado en la vida y no necesita demostrar nada a nadie.
La combinación de agudeza y calidez, junto a una historia personal irreprochable, hace que estar con él sea una experiencia conmovedora, divertida y memorable.
Eduardo del Río, Rius, artista sin veleidades, hombre de bien y para el bien, jamás ha hecho concesiones ni ha claudicado. Por eso se ha ganado el respeto de todas las generaciones.

La irreverencia de Rius:
 el imprescindible.

¿Por qué creo que Rius es el monero más importante que ha tenido México? Entre otras razones que expondré más adelante, por su talento infinito y probadísimo, que acreditan sus más de 100 libros y cientos de número de sus series Los agachados y Los Súpermachos, con tirajes semanales de ¡250 mil ejemplares!; porque en los momentos de mayor censura y represión en México, tuvo el valor de criticar duramente el orden establecido y; porque tuvo la inteligencia 
 y la malicia para poner el dedo en la llaga y no dejarse aniquilar, a pesar de que estuvo a punto a ser asesinado por los sicarios del infame presidente Díaz Ordaz que lo secuestraron en 1969 para silenciarlo... pero Rius, no se calló.
Eduardo del Río ha cultivado el misterioso arte del escapismo a la censura; es el gran maestro de cómo burlar la represión una y otra vez.
Pero de nada tendría que escapar Rius si no fuera porque siempre da en el blanco. A nadie hubiera molestado si no fuera tan certero. Rius siempre la ha tenido clarísima, como decimos. Sabe exactamente dónde está el núcleo del problema, de las crisis, de los sinsabores de nuestro país y de los intríngulis del poder económico, político, social y religioso, no sólo en México, sino en el mundo.

Sabiendo dónde se encuentran las causas del problema, no tiene jamás cortapisas ni se reprime en exponerlas y explicarlas con total irreverencia cuando amerita, y absoluta seriedad cuando debe.  Y lo mejor de todo: hace llegar su mensaje a la gente de la manera más amable y efectiva: mediante el humor, y en su caso, un humor complicadamente sencillo. Digo complicado, porque no hay nada mas difícil que lograr que la esencia de una idea nos dé de lleno en el centro del cerebro, donde no hay manera de escapar ni de evadirla. Y él lo logra sin que muchas veces nos demos cuenta siquiera, como el maestro que es.




Su enclave emblemático, San Garabato, es un pueblo mexicano que si no sabemos dónde está es porque los políticos han prohibido ponerlo en la cartografía mexicana, pero… como cada pueblo en un San Garabato, no han podido desaparecerlo. Para que no nos hagamos bolas, Rius nos ofrece en San Garabato un digno representante de cada clase social, de cada esfera de poder, y de sus variantes y matices. Así, por ejemplo: Don Perpetuo del Rosal, el presidente municipal; Doña Eme, la beata; Ticiano Truye, el tendero; y claro, Calzoncin, el indio sabio, enigmático y inescrutable, que vemos siempre envuelto en una ¡manta eléctrica!; válgame la ironía y el guiño de humor.



¿Quién se iba a aventurar en México a convertir a un indio en el personaje central de un comic? Sólo alguien como Rius que nos entiende muy, pero que muy bien a los mexicanos, pues aunque exista en México tan acendrado racismo, a pesar de que lo neguemos, todos sabemos que los indios tienen una sabiduría y un temple que les confiere un respeto indiscutible. Y cuidado, que no soy de las que hacen la apología de los indígenas por corrección política; valgame el cielo, no.
Cuando tuve el honor de entrevistar a Rius en el canal 22, yo sólo conocía su obra y no sabía, aunque lo intuía, el temperamento de esa leyenda viviente. Cuál fue mi alegría cuando entró al estudio de televisión ese hombre de sonrisa abierta y un tanto picante y ojos dulcísimos, rodeado de una aureola de humildad, pero de humildad verdadera, no impostada, como he visto en otros muchos artistas. La humildad de quien sabe perfectamente lo que es y lo que ha logrado en la vida; de quien no necesita demostrar nada a nadie porque su obra, su trayectoria y su dignidad lo avalan.
En aquella entrevista, como en otras muchas que he leído y escuchado de él, respondió con candor, con honestidad y con picardía, lo que hizo que la entrevista corriera como el agua. Una hora, poquísimo tiempo para el aluvión de preguntas que me hubiera gustado hacerle.
     Ahora bien, yo me pregunto cómo ese hombre sabe tantísimas cosas y con tal profundidad, y más todavía en aquella época, ¡sin internet! Rius nos enseñó a Marx, nos habló de Quetzaotcoatl, la Perestroica, la cocina vegetariana, la Biblia como una linda tontería y asi, más de 100 títulos. Pedagogo profundo y preciso, no dejó tema por abordar ni títere sin cabeza.

Y no sólo es excepcional por su sabiduría, sino por su fecundidad ¿Cómo has sido tan prolífico?, le pregunté. « Porque no hacía otra cosa en todo el día ». También nos contó que le daba pena haberse perdido de muchas cosas por esa dedicación absoluta a su oficio.
También le pregunté si dividía el trabajo, si alguien le ayudaba a llenar los textos en las viñetas o a colorear. No, lo hacía él toditito de principio a fin. Sorprendente.
Cómo me hubiera gustado estar presente en algún encuentro entre Rius y mi querido amigo Guillermo Mendizabal, dueño de Editorial Posada, donde Rius publicaba su obra. Guillermo, editor excepcional y entrañable amigo al que extraño muchísimo, hizo la mancuerna perfecta para divulgar la obra de Rius. Ambos, valientes y osados,  lograron lo impresable: vencer a la censura y lanzar la obra de Rius al pueblo mexicano.

Monero sin veleidades, hombre de bien y para el bien, ese es Rius. Eduardo del Río, jamás ha hecho concesiones, por eso se ha ganado el respeto de todas las generaciones. Nunca ha claudicado, nunca se ha hecho tonto ni a bajado la guardia. Rius es un imprescindible, como no pudo decir nadie mejor que Bertold Brecht:

"Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles."

Ese es Rius y no hay muchos como él ni México ni en ningún otro lado.



viernes, 12 de mayo de 2017

Cáncer: lucha o sufrimiento


Cáncer: lucha o sufrimiento

     La ciencia médica nos pide, casi invariablemente, una fe ciega en sus protocolos, diagnósticos, prognosis y tratamientos; aunque, por lo general, nosotros otorgamos voluntariamente y con entusiasmo esa fe por el deseo natural de alcanzar la cura a nuestros males.

Si el tratamiento falla y el paciente muere, la medicina suele adjudicar su fracaso a la alta virulencia de la enfermedad o a la dilación en su detección.

Los pacientes graves de todas las enfermedades suelen ser tratados por la sociedad con conmiseración, pero los pacientes de cáncer reciben un trato diferente, que no es prioritariamente de conmiseración, sino que se les erige en artífices de su propia curación convirtiéndolos en “gladiadores” en lucha contra su enfermedad. Y a pesar de que es “buen luchador” sólo el que acata y sufre todos los protocolos oncológicos, si muere, es él quien ha “perdido la lucha contra el cáncer”, y no la ciencia médica la que ha fallado en su misión sanadora.

Durante el viacrucis de su tratamiento: cirugías, quimioterapias, por supuesto, y radiaciones, el paciente de cáncer es un peleador, mientras que para el resto de las enfermedades los pacientes son sólo eso, pacientes en manos de la medicina, como debe ser.

 Seamos sinceros, los enfermos tenemos muy pocas opciones de decisión en nuestros tratamientos. Si el médico sentencia que sin la cirugía o el tratamiento que considera pertinentes se desencadenará un agravamiento o la muerte, no tenemos más que dos opciones: consentir a las prescripciones médicas o esperar sin tratamiento el desarrollo de nuestro afección. Si buscamos curas alternativas volvemos a encontrarnos en la misma situación: un homeópata, curandero, brujo, hierbero, santero, o cualquiera de los “alternativos” existentes, nos prescribirá su propio tratamiento, lo mismo que el médico alópata.

Así que más que luchadores, al rendirnos a cualquier protocolo médico, no somos sino sufridos pacientes con la buena voluntad de hacer lo que la medicina nos dicta. Hay quienes lo llevan con más presencia de ánimo y otros que se derrumban ante la adversidad, pero está claro que no nos queda más remedio que entregarnos a la ciencia médica o sufrir las casi igualmente inciertas consecuencias de no hacerlo.  (Yo, hoy, soy de las que ante los no tan victoriosos resultados de dicha ciencia estoy por atenerme, en caso de sentencia de muerte, a las consecuencias de los designios celestiales, pero esa soy yo y quién sabe si a la hora de la hora no me doblegaré con absoluta docilidad al mirar los espectros fúnebres que comenzarán a rondarme).

No considero que mi querido tío José Colchero haya perdido una “lucha contra el cáncer”. No, la dichosa lucha la perdió la ciencia médica que lo colmó de tratamientos y cirugías altamente agresivos que no lo curaron. Lo mismo que a mi padre querido que murió de neumonía en el tristemente célebre Hospital de Nutrición de la Ciudad de México, del cual no quiero acordarme, después de dos meses en terapia intensiva con un lamentable tratamiento lleno de cuestionamientos. Me dirán que sus muertes eran inevitables, puede ser, pero en ambos casos la medicina fue ineficaz. Ellos no hicieron más que acatar  las órdenes médicas, y por lo tanto, no fueron “malos luchadores”, sino enfermos a los que la medicina no pudo sanar. Ellos no perdieron una lucha, perdieron la vida.

Desgraciadamente, a mi alrededor veo cada vez más enfermos de cáncer. Se suelen referir a ellos como “luchadores”, pero para mí son pacientes en manos de una ciencia y una sociedad que les transfiere gran parte de la responsabilidad de su curación, y lo que menos me gusta es que en aras de elogiar a quienes han fallecido de cáncer se repite la, para mí, inapropiada frase: “luchó valientemente hasta el final, pero perdió la batalla contra su cáncer”. Yo, en cambio, digo: “sufrió mucho con su enfermedad y por los tratamientos salvajes a los que se sometió y, aún así, murió”.

Luchar implica que uno puede ganar si pelea mejor y con mejores armas, y en el caso de una enfermedad lo que se hace es sufrir, y salvarse o morir dependiendo de muchos factores que escapan a nuestro ímpetu de lucha o a nuestro deseo de vivir. Y la medicina es responsable de gran parte de ese sufrimiento que termina siendo inútil, pues en muchísimos casos el remedio está resultando peor que la enfermedad, y ese “mal remedio” sí que es competencia de la ciencia médica.

Tan valientes y respetables me parecen los enfermos que deciden someterse a los severos tratamientos que la medicina les ofrece, como  aquellos que los rechazan.